LA CASA BLANCA
-¡Esteban, llevá el canasto!
La voz de tu madre hace que levantés la vista del suelo. Guardás el toro de cristal. Los demás protestan por la interrupción del juego.
-Ya voy mamá- un poco de desgano en tu respuesta. También desgano en tus pasos que abandonan la sombra del árbol. Y, después de tomar la cesta llena de tamales, te alejás hacia los barrios de calles enlosetadas.
-Véndalos todos y no se tarde mi hijo, necesito esa plata- Las recomendaciones te acompañan como te acompaña el sol. Ese sol que reseca la tierra arcillosa hasta hacer que se descascare formando grietas. Volvés la cabeza. Con un gesto de mano te despedís de los amigos que continúan jugando a las bolitas. Te vas alejando del barrio. Empiezan a distanciarse las zanjas verdosas con su vaho caliente.
Cruzando la carretera están las casas con jardines. En éstas venderás todos los tamales. Irás pulsando uno a uno, los timbres de aquellas mansiones. Las empleadas uniformadas se encargarán de vaciar tu canasto. Con el dinero de la venta, tu madre te comprará algo. Ella ha estado reuniendo las ganancias de los últimos días. Estás seguro de que te va a regalar alguna cosa porque mañana es tu cumpleaños. ¿Te comprará un par de chuteras? Sí, creés que será eso. Podrás usarlas en las mañanas para ir a la escuela. Y en las tardes ya no jugarás descalzo. Meterás muchos goles con esas chuteras. Serán negras enteritas. No, mejor negras con una raya blanca. Blanca como la bolita de vidrio que tocás en tu bolsillo. Mañana no saldrás a vender. Tu madre te preparará un café; aunque te parece que va ser un chocolate con leche. Tu hermana irá en tu lugar mañana en la tarde. Por eso debés aprovechar esta oportunidad. ¿Te vas a subir a ese árbol desde donde viste el otro día el techo y los balaustres de la casa blanca? El portero te sorprendió mirando, y si no te hubiese amenazado con guasquearte, hubieras podido trepar más arriba para mirar mejor. No importa, esa vez huiste, y ahora tendrás más cuidado. No te va a pillar. ¿Será un castillo como en los cuentos? Casi no viste nada. Los dueños no quieren que nadie se acerque. La barda es muy alta, y con alambre de púas. El portero no es malo. Cuando pasás y él está parado en la calle, te compra; pero, el portón se ve siempre cerrado.
Antes, no sabías nada acerca de ese caserón. Fue tu madre quien comentó una vez.
-Los dueños eran pobres como nosotros -y agregó-. Sólo que nosotros no hacemos negocios turbios-. Era imposible, según tus vecinas, llegar a ser tan rico de la noche a la mañana, sin sacarse la lotería. Tu madre también te prohibió andar espiando por la casa amurallada. Ella sí que te dará una paliza si te acercás, pero ¿quién le habría de avisar? Y si le avisan podés huir. Ella no te dará alcance. Nadie te gana a correr. Llegás a la esquina, y tu corazón late acelerado por la emoción. Esta vez no vas a treparte a ningún árbol, harás valer tu condición de vendedor. Mirarás por el portón una vez abierto, y sabrás cómo son los castillos. Presionás el timbre. Te parece interminable el tiempo que transcurre hasta la aparición de aquel hombre con el revólver. No sabés por qué, pero sentís que por la herida de tu pecho se te escapa el alma. Y nadie le gana en la huida.
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